jueves, 15 de septiembre de 2011

10 Comentarios



L.P. dijo...
¡Ay, chiquillo! Qué buenos recuerdos me traes. La hora de la siesta. La infancia, la inocencia. Si es que con ese inicio creas un escenario tan visual: "En el cuarto de la siesta los niños juegan con el único rayo de sol que la persiana deja pasar." ¡Qué hermoso!

Elysa dijo...
Javier, a mí también me has traído recuerdos de mis padres acostados y mi hermano y yo hablando bajito sobre las trastadas que haríamos esa tarde. Mira si estoy influenciada por mi becaria asesina, que cuando dices "Los dedos de las manos translucen el rojo de la sangre", por eso de que si aparece sangre hay muertos, pensé que el micro iba a ser de terror.

Anónimo dijo...
Verás tío, andaba yo buscando cosas de sexo y eso, y al poner "polvos" pues que va y me sale tu rollito este. Puestos ya, lo he leído y efectivamente, la frase "Las motas de polvo revolotean" la ha tenido que pillar el motor de Google. Desde Córdoba con calentura.


Una que yo me sé dijo...
Me alegro Javier de que hayas dejado a un lado a Benicia y Justino, abuelotes que creo tienen mucho que decir, y te veamos con relatos donde aparecen niños. A mí, tus protagonistas Paloma y Jorge me han recordado a Valentina y José en la película Crónica del alba, de Antonio José Betancor, basada en novela de Ramón J. Sender. Me ha parecido muy tierno.


Mónica dijo...
Sabés, me sorprendiste con el giro del agua en los desagües allá en nuestro paseo por el Buen Retiro, y ahora me gusta mucho que sea Paloma —qué nombre tan espiritual—, la niña, con el rayo en la palma de la mano la que diga que la luz del sol tarda ocho minutos en llegar a la Tierra. Eso es bueno, pues eliminas el tinte machista de la ciencia para los hombres. Muchos besos para Saly.


Pedro Sánchez Negreira dijo...
Querer comentar sin poder leer es como querer __________ sin poder comer.

Zaraceno dijo...
Pues a mi la iniciativa del niño de poner la mano por debajo de la de ella y preguntarle a la niña el motivo por el cual el rayo hace ese viaje creo que es el giro perfecto del relato, a partir de ahí los protagonistas sufren el cambio.


Pedro dijo...
Me ha gustado la dulzura de los niños. La frase de cierre en el que las motas de polvo flotan alocadas mientras los niños se besan me ha hecho pensar en mis gigantes, celosos, soplando un diente de león.


Baldurph dijo...
Papá, esta noche no me esperes levantado. ¿Cuándo me vas a subir la paga?


Ximens dijo...
Aunque nunca os contesto por escrito a vuestros comentarios, todos sabéis que os lo agradezco de corazón, y más en este caso que sin ellos no se comprendería el relato. Saber que me leéis me motiva a seguir escribiendo. Muchas gracias.



jueves, 8 de septiembre de 2011

Don Florentino (14-03-1916 ; 08-09-1999)


Sus zapatos negros, gruesos para evitar la entrada del agua, rara vez vieron el lustre, salvo recién comprados, o cuando asistió a alguna boda o entierro de un amigo. Le permitían tener los pies en la Tierra, evitando navegar por las nubes y que el agua de la calzada le entrara a humedecer su vida. Eran arrastrados por dos arqueadas piernas, escondidas bajo sus viejos pantalones de pana negra, consumidos pero limpios, que sostenían su cuerpo rechoncho y fuerte. El torso era grande para poder abarcar la inmensidad de su corazón y estaba oculto por una camisa que en sus orígenes fue verde, pero que con el paso por la tabla de lavar había ido perdiendo su textura y ya era casi blanca. Su cuello, grueso y corto, salía de la camisa como un roble majestuoso, desgastando la tela hasta deshilarla. Su corbata, verde oscuro, no conoció nada más que un nudo, el que le hizo su amigo Blas para la boda. Su rostro era bondadoso, alegre, con algo de mentón y una boca con labios finos, encuadrada por dos hermosos paréntesis de su frecuente sonrisa. Por ella manaba la sabiduría con sonido claro y potente, y que con las dos filas de blancos dientes, tantas satisfacciones le dio en el buen comer. Los ojos pequeños y marrones, vivos y alegres, estaban separados por una nariz un poco ancha y terminada en una pequeña pelota, que si hubiera sido un poco mas grande hubiera justificado su buen humor y socarronería. Sus cejas abarcaban justo el arco de los ojos, y eran los últimos pelos que se podían encontrar hasta llegar a la nuca. Su cara rosada, con centelleantes puntos de plata, no mostraba muchas arrugas, pero en medio de su carrillo izquierdo tenía la marca redonda de cuando le quemaron el carbunco, a modo de medalla por sus cristianos sentimientos. Su pelo era blanco y se peinaba con una raya en medio, tan ancha que solo dejaba espacio para unas matillas encima de las orejas. Su gorra de pana, verde y con visera, además de evitarle coger frío, le retenía los sueños.
Con su paso vacilante se dirigía todas las mañanas a las ocho a encender la estufa, para que cuando llegaran los chiquillos, la escuela estuviera templada. En la percha dejaba su abrigo y la gorra, pero la bufanda negra le acompañaría toda la mañana, y la chaqueta de pana siempre. Tras calentarse las manos fuertes y firmes, subiría a su estrado, situado en medio de la sala, y de un cajón sacaría dos libros, uno de historia y otro de caligrafía.
Aquel día, en la pizarra de los mayores, situada en el ala izquierda de la sala, escribiría con letra gótica el origen de la reconquista española, dibujando un Don Pelayo en lo alto de una roca con una espada en una mano y una cruz en la otra. Tras ello, y haciendo un alto en la estufa, embellecería la pizarra de los pequeños, situada en el otro ala, con un hermoso conejo comiendo una zanahoria y unas letras grandes y redondas con la frase a copiar.
Sería su última clase.

viernes, 2 de septiembre de 2011

2/ Benicia, Justino y los asuntos de estado.


—Dijo el presidente que las visitas no pueden entrar en el Congreso en pantalón corto, y que por el decoro. Ahora ha regañado a un ministro por no llevar corbata, y que por el respeto —comenta Justino con un mondadientes entre los dientes.
—Y luego dicen que en los pueblos andamos retrasados —responde Benicia con una mazorca de maíz a medias de desgranar entre las manos.