domingo, 31 de agosto de 2014

Hematófago


            Siempre me han gustado los murciélagos. En la troje de la casa de mis abuelos en el pueblo habitaban media docena. Creo que por su culpa y mi depravación me aficioné al tabaco. En la hora de la siesta echábamos nuestros pitillos y charlaba con ellos. Al principio no me contestaban, pero en contra de su fama son bastante agradables. Adquirí sus costumbres, me gustaba subirme a un árbol y observar el mundo colgado del revés. Este hábito no lo he perdido, algunas noches desengancho la bicicleta del techo de la terraza y me cuelgo bocabajo. Veo el cielo a mis pies y la calle sobre mi cabeza. Las luces de las farolas parecen estrellas, y estas charquitos.
            Cuando hay luna llena echo en falta la capacidad de volar para acompañarlos en sus cacerías, por eso no tengo más remedio que caminar hasta el parque y buscar la víctima.

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Con este microrrelato he participado en la propuesta del mes de agosto («...bajo la luna llena) del concurso «Esta noche te cuento». Pinchad AQUÍ si queréis leer el relato y los comentarios recibidos en el blog de los organizadores.

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Este microrrelato fue finalista en el Concurso 3x200 que Cuentos para el Andén organizó con motivo de La noche de los libros, Madrid 2014.

jueves, 21 de agosto de 2014

La pluma (wieczne pióro)

(A mi padre y mi hija)

            Cuando regresé del viaje de novios tenía trabajo pendiente, mi editor estaba de los nervios, con la boda había retrasado la entrega del último cuento necesario para publicar el tercer libro de relatos. Sara también debía finalizar unos diseños. Decidí irme a la casa del pueblo. No era extraño escaparme a mediados de semana y, en aquel ambiente de mi niñez, tirar de las alforjas de la memoria para crear cuentos o columnas.
            Estaba avanzado el otoño, amenazaba tormenta, por eso preferí escribir en el despacho que había sido de mi padre, rodeado de libros y objetos de mis antepasados. Hasta la gran emigración de los años sesenta fue la casa del maestro. Luego siguió siéndolo, pero ya era un pueblo sin maestro ni escuela ni niños.
            El despacho era —y es— amplio, con una gran estantería llena de libros en una pared. En otra: cuadros, fotografías, títulos que ascendían la colina de la familia hasta el siglo XVIII y que se calentaban junto a la chimenea. Al fondo, delante de una gran cristalera abierta al patio, la mesa de madera en la cual mi padre escribía sus versos y novelas. En ella colocaba yo el ordenador y tecleaba mis historias que eran verdaderas aunque no hubieran ocurrido.
            Recuperé el documento donde había iniciado el relato sobre un escritor —yo—, al cual le acaban de comunicar que iba a ser padre primerizo de una niña —más yo—, y empieza a imaginarse un futuro para esa hija: cómo le instruiría en la labranza de lo literario, el sembrado de las palabras, el riego de la poesía y al final le pasaría las cosechas de autor bajo la promesa de cuidarle en su último capítulo. No voy a desvelar más para no nublar la posible lectura.
            Aquí, en los montes, son frecuentes las tormentas. No nos asustan pero las respetamos, pues sabemos casos de incendios, muertos por la chispa, árboles y rocas partidas. A media tarde, cuando los primeros truenos empezaron a sonar, salvé el documento y apagué el ordenador. Decidí seguir escribiendo en folios de impresora que ya transcribiría después. Continué el relato con el bolígrafo que siempre llevo junto a la libreta de notas, pero al poco se agotó la tinta. Enredando en los cajones encontré la pluma estilográfica negra que le habíamos regalado a mi padre cuando se jubiló. Estaba seca, pero hallé cartuchos llenos. Fue trazar las primeras líneas y recordarle, sentirme él. Las frases que me salían parecían sacadas de su prosa, de sus versos. Lo recuerdo porque escribir sobre asuntos del pueblo me cuesta trabajo. Pero con la pluma de mi padre aquello era más fácil. Quizás fueran sentimientos que se le quedaron en el tintero, o el cálamo, como lo llamaba él. Estando en estas transmutaciones literarias el cielo se encendió y un trueno hizo quejarse a todas las maderas. Dejé la estilográfica en el escritorio y salí a la puerta de la calle a ver la tormenta: llovía intensamente y los cantos rodados del suelo de la calzada, cubiertos por una gasa de agua, lucían multicolores. De pronto otro rayo partió el cielo y fue sujetado por la torre del ayuntamiento. El estruendo ensordeció mis oídos, me congeló el corazón. Cerré la puerta y volví adentro.
            Cuando entré en el despacho mi padre estaba sentado en el escritorio mirando su manuscrito, con la pluma en la mano. Se volvió y me dijo:
            —¡Ah!, eres tú, menuda la que está cayendo —Y, ajustándose las lentes, prosiguió.
            No me resultó extraño encontrarle tratando de escribir en los folios, sabía que en algún momento iba a ocurrir. Justo antes de morir —hacía una década—, me pidió que le terminara de pasar a limpio las cuartillas donde narraba la numantina defensa de su vida, la de sus padres y hermanas, en su casa —esta—, siendo un joven de apenas dieciséis años, cercados durante cincuenta y cinco días por turbas asesinas. No pude.
            —Lo intenté, papá —le dije, justificándome.
            —Lo sé —me respondió—, pero no descansaré hasta...
            Me tendió la pluma. La cogí. Se levantó y, acercándose a la chimenea apagada, dijo que hacía frío.
            Me senté, leí sus últimas frases, aquellas palabras que me paralizaban cada vez que quise proseguirlas: «A media noche oí unos pasos en la escalera que retumbaban como si fueran las botas de alguna persona. Oí el “miau” del gato y eso me tranquilizó,».
            La última frase estaba escrita de tal modo que parecía que a la pluma se le extinguiera la tinta: un trazo de cordel transformándose en hilo y terminando en una coma deshilachada. Así fue. Se le iba la tinta de la vida, murió un día después. Tras esa coma estaban su sufrimiento y mi existencia, esa fue la causa por la cual nunca pude acabarlo.
            El patio se iluminó con otro estruendo. Sentí frío. Me volví para decirle que aún no estaba preparado.
            —¡Ah!, hija, eres tú, menuda la que está cayendo —dije, tras lo cual me ajusté las gafas y continué intentando transcribir la frase siguiente a aquella coma paralizante.

            —Papá, déjame que prosiga yo... —me dijo, cogiéndome la pluma de su abuelo con la mano—. Así podéis descansar en paz los dos.

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Relato incluido en el nº 27 de la revista «¿Español? Sí, gracias», publicada en Polonia por la Editorial Colorful Media para aprender español de los Montes de Toledo. Va acompañado de un amplio vocabulario en polaco.

Pinchad en las fotos para ver el original y aprender algo de polaco.