
Los chicos, vuestros hijos, me llaman Email Cuatrodedos, ¡canallas!
Lo que voy a contar no se os va a olvidar. Ahí, delante de las pantallas pasáis las horas leyendo cuentos de vuestros amigos, a casi todos les comentaréis que os ha gustado y probablemente no lo volváis a recordar nunca más. Lógico, no se puede memorizar todo lo leído. Pero de mi relato os vais a acordar con frecuencia, lo juro. Leedlo:
«Soy cartero, mejor dicho, lo era. Muchos años paseé por el barrio con el carro a modo de bolsa marsupial. Era tal la simbiosis con él y con el uniforme que los domingos a la gente le resultaba conocido pero no sabían de qué.
En la calle Depósito número 13 hay un viejo caserón en el que no vive nadie, al menos eso creía yo, pues nunca había recibido cartas hasta aquella mañana. En la cancela herrumbrosa que impide el acceso al silvestre jardín hay tres timbres de la casa que se intuye al fondo. El sobre tenía el color amarillento que se torna con los años. Venía a nombre de la Señorita España. El trazo de la escritura, aunque rudo, era muy mono. El matasellos, ilegible. La estampa representaba una isla como las de la India Oriental. Se había borrado el remite. Sin duda se trataba de una carta de amor, lo sabía por experiencia y por el ligero olor a madreselva que aún conservaba.
Al no poner piso pulsé el primer timbre. No esperaba oír más que algún chirrido que desbloqueara la puerta pues el llamador no tenía altavoz. Pero no, me contestó el grito cavernoso de una mujer aterrorizada. Me sobresalté. No comprendía por dónde había llegado el sonido. Miré a la casa y no se distinguía ninguna actividad. Pulsé el segundo timbre y noté en mi dedo un aliento helado y silencioso. Nadie respondió, ni la cancela gimió. No me estaba gustando nada las sensaciones que empezaban a oprimirme el pecho. Sin pensarlo mucho apreté el tercer botón y un chorro de sangre caliente manó de él y me salpicó el rostro.»
Cada vez que vayáis a la casa de algún amigo, cuando extendáis el dedo para llamar al timbre, os acordaréis de este relato, de Poe y de mí. Dejad un poco el ordenador y educad a vuestros hijos, ¡desgraciados!