(A mi padre y mi hija)
Cuando regresé del viaje de novios
tenía trabajo pendiente, mi editor estaba de los nervios, con la boda había
retrasado la entrega del último cuento necesario para publicar el tercer libro
de relatos. Sara también debía finalizar unos diseños. Decidí irme a la casa
del pueblo. No era extraño escaparme a mediados de semana y, en aquel ambiente
de mi niñez, tirar de las alforjas de la memoria para crear cuentos o columnas.
Estaba avanzado el otoño, amenazaba
tormenta, por eso preferí escribir en el despacho que había sido de mi padre,
rodeado de libros y objetos de mis antepasados. Hasta la gran emigración de los
años sesenta fue la casa del maestro. Luego siguió siéndolo, pero ya era un
pueblo sin maestro ni escuela ni niños.
El despacho era —y es— amplio, con
una gran estantería llena de libros en una pared. En otra: cuadros,
fotografías, títulos que ascendían la colina de la familia hasta el siglo XVIII
y que se calentaban junto a la chimenea. Al fondo, delante de una gran cristalera
abierta al patio, la mesa de madera en la cual mi padre escribía sus versos y
novelas. En ella colocaba yo el ordenador y tecleaba mis historias que eran
verdaderas aunque no hubieran ocurrido.
Recuperé el documento donde había
iniciado el relato sobre un escritor —yo—, al cual le acaban de comunicar que
iba a ser padre primerizo de una niña —más yo—, y empieza a imaginarse un
futuro para esa hija: cómo le instruiría en la labranza de lo literario, el sembrado
de las palabras, el riego de la poesía y al final le pasaría las cosechas de
autor bajo la promesa de cuidarle en su último capítulo. No voy a desvelar más
para no nublar la posible lectura.
Aquí, en los montes, son frecuentes
las tormentas. No nos asustan pero las respetamos, pues sabemos casos de
incendios, muertos por la chispa, árboles y rocas partidas. A media tarde,
cuando los primeros truenos empezaron a sonar, salvé el documento y apagué el
ordenador. Decidí seguir escribiendo en folios de impresora que ya transcribiría
después. Continué el relato con el bolígrafo que siempre llevo junto a la
libreta de notas, pero al poco se agotó la tinta. Enredando en los cajones
encontré la pluma estilográfica negra que le habíamos regalado a mi padre
cuando se jubiló. Estaba seca, pero hallé cartuchos llenos. Fue trazar las
primeras líneas y recordarle, sentirme él. Las frases que me salían parecían
sacadas de su prosa, de sus versos. Lo recuerdo porque escribir sobre asuntos
del pueblo me cuesta trabajo. Pero con la pluma de mi padre aquello era más
fácil. Quizás fueran sentimientos que se le quedaron en el tintero, o el cálamo,
como lo llamaba él. Estando en estas transmutaciones literarias el cielo se encendió
y un trueno hizo quejarse a todas las maderas. Dejé la estilográfica en el
escritorio y salí a la puerta de la calle a ver la tormenta: llovía intensamente
y los cantos rodados del suelo de la calzada, cubiertos por una gasa de agua, lucían
multicolores. De pronto otro rayo partió el cielo y fue sujetado por la torre
del ayuntamiento. El estruendo ensordeció mis oídos, me congeló el corazón.
Cerré la puerta y volví adentro.
Cuando entré en el despacho mi padre
estaba sentado en el escritorio mirando su manuscrito, con la pluma en la mano.
Se volvió y me dijo:
—¡Ah!, eres tú, menuda la que está
cayendo —Y, ajustándose las lentes, prosiguió.
No me resultó extraño encontrarle tratando
de escribir en los folios, sabía que en algún momento iba a ocurrir. Justo
antes de morir —hacía una década—, me pidió que le terminara de pasar a limpio
las cuartillas donde narraba la numantina defensa de su vida, la de sus padres
y hermanas, en su casa —esta—, siendo un joven de apenas dieciséis años, cercados
durante cincuenta y cinco días por turbas asesinas. No pude.
—Lo intenté, papá —le dije,
justificándome.
—Lo sé —me respondió—, pero no
descansaré hasta...
Me tendió la pluma. La cogí. Se
levantó y, acercándose a la chimenea apagada, dijo que hacía frío.
Me senté, leí sus últimas frases,
aquellas palabras que me paralizaban cada vez que quise proseguirlas: «A media noche
oí unos pasos en la escalera que retumbaban como si fueran las botas de alguna
persona. Oí el “miau” del gato y eso me
tranquilizó,».
La última frase estaba escrita de tal modo que parecía
que a la pluma se le extinguiera la tinta: un trazo de cordel transformándose
en hilo y terminando en una coma deshilachada. Así fue. Se le iba la tinta de
la vida, murió un día después. Tras esa coma estaban su sufrimiento y mi existencia,
esa fue la causa por la cual nunca pude acabarlo.
El patio se
iluminó con otro estruendo. Sentí frío. Me volví para decirle que aún
no estaba preparado.
—¡Ah!, hija, eres
tú, menuda la que está cayendo —dije, tras lo cual me ajusté las gafas y continué
intentando transcribir la frase siguiente a aquella coma paralizante.
—Papá, déjame que prosiga yo... —me dijo, cogiéndome la
pluma de su abuelo con la mano—. Así podéis descansar en paz los dos.
* * *
Relato incluido en el nº 27 de la revista «¿Español? Sí, gracias», publicada en Polonia por la Editorial Colorful Media para aprender español de los Montes de Toledo. Va acompañado de un amplio vocabulario en polaco.
Pinchad en las fotos para ver el original y aprender algo de polaco.
Precioso. Muy poético, no pareces tú el que escribe. A tu padre le hubiese encantado.
ResponderEliminarJe je, a ver si tu hija sigue la saga....
Bss
Elsa
Es imposible no emocionarte al pasar la mitad del texto. Cuántas veces sentimos tan real los recuerdos...
ResponderEliminarMe gustan tanto tus historias!
Un abrazo grande.
He terminado de leerlo con lágrimas en los ojos. Qué alegría que tus letras sigan emocionando, con ese estilo tan tuyo Javier.
ResponderEliminarUn abrazo enormísimo.
es muy triste este relato, pero tan sentido que lo hace hermoso. se ve que los montes es tu lugar de inventar lo que será verdad o de recordar lo que ha sucedido, y tu pluma o cualquier otro elemento, se amolda a la máquina de la vida, dándote la posibilidad de escribir pequeños ( por su cantidad de palabras) pero grandes cuentos. Te extraño hermano, aunque nunca te haya visto.
ResponderEliminarSinceramente me alegra haber seguido los pasos de Humberto Dib hasta aquí... Me ha encantado el relato.
ResponderEliminarLe envío un cordial saludo desde Argentina, junto a mis mejores deseos.
Feliz fin de semana.
Loretta Maio
Sentimientos a raudales desprende este relato, emotivo y con prospección hacia las generaciones futuras. Consigues emocionar al lector y hacerlo partícipe de la historia.
ResponderEliminarUn saludo .
Tu dominio de la palabra saca comas del viento. Me ha encantado. Tiene magia.
ResponderEliminarSaludos
Muy lírico, Javier, e inesperado. Me ha agradado por la sencillez de lo cotidiano y la fantasía de lo no humano o trans-humano.
ResponderEliminarSaludos, amigo.
Un relato muy bien argumentado Javier, con consistencia y con tus habituales finales que nunca me dejan indiferente. Cierto es que le veo, un toque poético inusual en tí, pero que ya, últimamente, lo he captado en varios de tus escrito. !Mira que si al final te vuelves poeta! Con la grima que dan...jejejej
ResponderEliminarUn saludo.
Javier, que no te moleste que te diga que este es uno de los relatos que más me han gustado, si no es el que más, aunque te confieso que los de metaficción, con un tinte de fantasía, con finales sorprendentes, y de sentimentalismo familiar me atrapan.
ResponderEliminarHola, me ha gustado leerte en este otro tipo de relatos, más tiernos. Leí hasta el final con mucho entusiasmo buscando la respuesta desde el inicio. Me emocionó mucho.
ResponderEliminarFelicitaciones
Rosa
¡Que bueno! Me encantaría leerlo en polaco.
ResponderEliminarUn abrazo y enhorabuena
Que bueno resulta tener la posibilidad de leer estas pequeñas maravillas del alma. Abrazo Ximens y me dejaste temblando...
ResponderEliminarImpresionante, Sr XIMENS, Impresionante es lo único que puedo decir.
ResponderEliminarPero así es la literatura y la vida: increible. Aunque yo me creo la historia, pues mi madre hace ocho años que se fue y de vez enc uando me la encuentro en la cocina.
Solo me queda felicitarte por hacernos sentir con la literatura. Enhorabuena y gracias